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Diario de sueños

1.

Cierro la puerta de mi casa y me encuentro afuera, en la calle, que es cuesta arriba —no es Miami, ni Bogotá, sino es una ciudad desconocida pero que siento propia—. Camino con la clara intención de ir a hacer mercado, mientras empujo un pesado depósito de basura (mucho más grande que los que conozco), de donde se desbordan las ramas de las palmeras, del roble y del mango, que los jardineros habían podado por la mañana en mi casa.

Aunque no te vea, ni tampoco te oiga, sé que me acompañas, mientras respiro con dificultad al subir la calle. Miro hacia abajo y en el asfalto encuentro tus pies que llevan el ritmo de los míos. Más que los pies, reconozco los zapatos de aquel closet desordenado del que un día me mandaste una foto. No me ayudas a empujar los deshechos de la poda; aparentemente tengo fuerza suficiente para hacerlo sola, o tal vez lo hago porque quiero tener el control.

Aún sin llegar al supermercado, ni tampoco a ningún destino específico, intentas cogerme de la mano, que está como esposada al basurero, y aunque yo sí quiero que lo hagas, es imposible que tu piel y la mía se toquen. En la palma de tu mano crecen hojas y ramas, y creo que espinas (no cortas como las de una rosa, sino largas como agujas). Yo intento retirar y extirpar todo eso que no permite que me toques. Más que intentarlo sin éxito, lo intento sin fin, pues a medida que cojo una rama de tu mano, otra crece y asfixia la muñeca, y una espina nace y le roba el lugar a una uña. Afortunadamente, no me siento sola en esta batalla: tus dedos también intentan destruir los residuos dejados por los jardineros; quieren entrelazarse con los míos como yo quiero hacerlo con los tuyos, pero las ramas son más fuertes que nosotros, y parece que nos hacen sombra y nos aprisionan.


2.

Después de hacer una fila muy larga que parece moverse lenta bajo el sol, entro en el supermercado, afortunadamente ligera de ropa, y me acerco a una ventanilla. Tengo en frente un teléfono antiguo de disco. Aproximo el auricular al oído como me lo ordena una voz oculta. No estoy segura de si es la falta de vocalización, o es el volumen en el tono de la voz, pero no entiendo lo que me dice. Habla y habla, y yo oigo y ella habla. Pido con desesperación que me repita, y después de varios intentos me informa que el resultado del examen del adulto es positivo, mientras que el del menor es negativo. Salgo del supermercado con prisa, pero ya sin desesperación y sintiéndome lozana; debo llegar pronto a la fiesta con la bolsa de manzanas que compré en el supermercado.


3.

Es una sala elegante y con poca luz, y un poco barroca, con cortinas pesadas, que cuelgan de techo a piso y que llenan el lugar de sobriedad. No sé si por la incomodidad que sientes al estar rodeado de gente —siempre te ha molestado, no es consecuencia de la pandemia—, o por otra razón más carnal, me invitas a que salgamos de esa sala y entremos en un salón contiguo, aún acompañados por las voces de la fiesta. El salón está ocupado sólo por una silla de comedor, que también me da la impresión de ser barroca, donde me esperas sentado, con una camisa de manga larga, arremangada, mientras yo camino lentamente hacia ti, no sólo por llevar un vestido pesado como las cortinas. Sin embargo, el escote en v es bastante pronunciado y aligera la pesadez del traje, a medida que descubre el cuello y las clavículas.

Me esperas paciente pero con ansias, supongo que porque es la primera vez que estamos solos en una situación así. Camino, con ganas, atraída hacia ti. No encuentro otro lugar en donde sentarme sino en tus piernas —habría preferido hacerme desear un poco más antes de estar encima tuyo—. Me levanto la cantidad justa de tela para liberar las piernas y lograr sentarme, y también para rozar la menor cantidad posible tus rodillas con la piel de mis muslos.

Siento tus ojos clavados en mi clavícula, aún cuando sé que tu mente está clavada más abajo de mi pelvis. A medida que acerco mi boca a la tuya, siento que el cuello y la clavícula arden con tu mirada. Me dices que mi boca te recuerda a la de una cantante de ópera que viste hace poco en una película. Al principio, te beso tímidamente, hasta que tus dedos atrapan mi cintura —no hay nada que me guste más— y, entonces, me desato. Nos damos un beso largo y apasionado (vale la pena el cliché porque es tal cual), y es suave a la vez.

Tu pecho acaricia el mío y le corresponde con deseo. La nuca y el cuello están sometidos entre tus dedos. Oigo tu respiración trémula al ritmo de la vibración de tu cuerpo. Con una mano bajas la cremallera de mi vestido, que está cosida bordeando un pecho, y que desciende delineando las curvas hasta la cadera. Las cortinas caen al suelo, y el salón queda desnudo y se llena de luz.

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