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El Dorado


El abrazo de mi madre fue corto, no necesariamente frío pero sí algo fugaz, como si no se quisiera dejar atrapar; lo preferí así, pues de esta forma era más fácil controlar la humedad en los ojos y mostrarme fuerte frente a mis tres hijos. El abrazo de mi padre fue distinto: imposible de soltar por más que lo intentara. Los brazos me cubrían con fuerza pero sin sofocarme, atrapando el calor que mi cuerpo pedía a gritos, a pesar de la chaqueta de plumas que llevaba puesta. Mi padre no me quería dejar escapar, como si a mis casi cuarenta años quisiera protegerme de lo que me esperaba: no necesariamente por el vuelo de cuatro horas al que me lanzaba sola —con mis niños—, sino por la alejada y absorbente ciudad que me recibiría, sin mis padres, y que el destino había escogido por mí.

Después del abrazo, y sin mirar hacia atrás, empezamos —mis pequeños y yo— a alejarnos lentamente de mis padres. Mi madre y mi padre, uno al lado del otro, como si fueran uno solo en vez de dos para mostrarse fuertes y no dejarse derrotar, permanecían inmóviles aún acompañados por el eco del abrazo. El vacío tallado en todo mi cuerpo y producido en mí por el distanciamiento, luchaba por rellenarse con la hostigante compañía de mis hijos como con la lluvia que anega. Yo, sin aliento pero con plena conciencia, continué caminando firme por el pasillo interminable que cobijaba a cientos de pasajeros; pasillo angosto y sofocante donde el oxígeno poco se percibía; túnel en el que la ausencia infinita de espíritu levitaba intentando asfixiarme, sin éxito, gracias a mis hijos. Aún sin voltearme a ver a mis padres, intuía que esperaban con desconsuelo que pasáramos el tedioso control de pasaportes para poder bajar el telón con un balsámico alivio, y forzarse a abandonar el aeropuerto para irse a una casa colmada de ausencia. Mientras tanto, me arrastraba por inercia empujando el cochecito de mi hija, y con un niño a cada lado, cubierta por el manto espinoso del hasta luego.

El sutil hilo de tristeza, que me unía cada vez con más fuerza a mis padres a medida que aumentaba la distancia entre nosotros, era imposible de romper. Era un hilo perpetuo que colgaba de una aguja. Se mantenía tensado por la mirada punzante que yo adivinaba que ellos sostenían en mi nuca desnuda y vulnerable, y en la de mis hijos, y que me convertía en rehén de la existencia de los progenitores. La transparencia del hilo, algo viscosa, se enredaba en mi cabeza con cada paso tembloroso que daba, y nublaba lo poco que permanecía frente a mí: descoloridas tiendas de souvenirs colombianos, letreros desleídos con nombres de aerolíneas y sombras borrosas seguramente también cargadas con el vacío de una despedida.

Y hoy, sueño con esos días de esperadas despedidas inevitables y con olor a historia antigua, para poder volver a escapar de los brazos de mis padres. Extraño deambular por ese aeropuerto con pasillos de altos ventanales bañados por una tenue luz; el único Dorado que, para mí, no brilla.

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