asaadsaldarriaga
El pulpo
El conocido y detestable timbre del despertador me llega como una silenciosa puñalada en las sienes y, como siempre hago entre dormida y despierta, evalúo las dos opciones que tengo después de apagarlo: pararme de la cama o seguir durmiendo. La segunda es una opción que casi nunca puedo considerar, pero saber que existe me hace sentir algo menos cautiva.
Sigo oyendo la alarma, y esta vez no dudo en abrir los ojos de inmediato y con ilusión porque me voy de viaje, sola, a visitar a mi hermana y a su marido, que viven en una ciudad no muy lejana de la mía. Intento salir de la casa, pero el pomo de la puerta atrapa mi mano y me aferra como si no quisiera dejarme ir. O tal vez soy yo la que se aferra con presión a su redondez, con mis dedos como tentáculos, para no escapar de mis hijos. ¿Tanto tiempo en casa (por la pandemia) me ha convertido en una de esas mamás gallinas que siempre he cuestionado por qué van acompañadas de sus hijos hasta el baño? No quiero ser una de ellas, así que logro zafar mi mano del pomo, luchando contra la fuerza que me atrae a él como un agujero negro. Finalmente me alejo. Estoy sola. Empieza mi día.
Hoy no será nada parecido al día anterior, o al anterior, o al anterior. O a ninguno de ellos desde que soy mamá de tiempo completo. O bueno, quiero creer que mi día no será igual. A diferencia de esos días anteriores que empiezan —para mí— a las ocho y media de la noche cuando acuesto a mis hijos, hoy empieza a esa misma hora, pero de la mañana, cuando despegará mi avión.
Llego al aeropuerto acompañada de una pequeña maleta de mano. La preparación fue tan fácil como meter tres mudas de ropa, un desodorante y un cepillo de dientes: nada parecido a como cuando viajo con mis hijos y tardo cuatro días revisando listas interminables para asegurarme de que no me falte nada necesario para el viaje. Es terrible, por ejemplo, llegar a un hotel y haber olvidado la pijama o el cepillo de dientes de alguno; o que alguno recorra un parque de diversiones con tenis, pero sin medias, porque olvidé empacarlas. Pero en este caso —sola— no me angustia olvidar algo; puedo sobrevivir sin pijama, sin cepillo dientes y sin medias. Inclusive, ni siquiera me hace falta llevar una maleta.
Me subo al avión sintiéndome ligera. Ponerme el cinturón no es un problema; no me siento amarrada como cuando viajo acompañada. Además, la mejor parte es que nadie me mira. Normalmente, suelo atraer las miradas chismosas de otros viajeros, ya sea por compasión o por desesperación de verme viajando sola con tres pequeños, mil maletas y juguetes, y con sólo dos manos. Esta vez soy yo quien escoge a quién mirar y por quién sentir lástima, y hasta creo que despierto envidia por mi ligereza, o así me hace ilusión creer.
El avión despega y me siento suspendida en el cielo. Leo un poco, oigo otras voces diferentes a las de mis descendientes —una conversación entre las dos mujeres sentadas a mi lado (parecen madre e hija) que se cogen constantemente de la mano por el miedo a volar de una de ellas—, me como un paquete de papas con la fortuna de que nadie me pida, y, de repente, el capitán anuncia el descenso al aeropuerto de nuestro destino. Se me ha hecho corto. Me han faltado horas de vuelo; a diferencia de mis últimos viajes que siempre me sobran.
Tocamos tierra. Prendo el teléfono. Encuentro varios mensajes (todos de mis hijos): piden que les autorice más tiempo en el iPad, preguntan si pueden ir a jugar a donde un amigo, que cuándo es la fiesta de cumpleaños del primo, que si pueden faltar a la terapia de lenguaje y que dónde están los tenis grises. ¿De tanto me perdí estando en el cielo por un par de horas? Ya no levito. Me bajo del avión y al tocar tierra —y no las nubes— vuelvo a mi realidad de mamá. Haberme acercado al cielo no logró alejarme de esa realidad. Sigo aferrada al pomo de la puerta de mi casa, aún después de haber volado más de mil millas. Nunca imaginé que los tentáculos tuvieran tanto alcance. Recordé lo rápido que pueden pasar las horas del día cuando se está volando —sola—.
Finalmente, me encuentro con mi hermana en el aeropuerto y me siento plena; me siento yo —la no mamá—, aunque no deje de tener el alcance de los tentáculos de un pulpo.