asaadsaldarriaga
La piscina
I.
He dormido poco. He dormido a la intemperie, con frío por el viento que sopla desde el Pacífico. He dormido poco sobre todo porque la cabeza, como suele hacerlo, no me deja descansar.
La vigilia se ha convertido en parte de mi vida desde que te conozco, así como los sueños recurrentes con imágenes eróticas. Me despierto al notar el agua fría en las manos y en los pies. Deben ser más de las nueve de la mañana por la forma en la que el sol me roza la espalda. El agua ha perdido su luminosidad a pesar de los rayos que la besan. Ahora parece tan turbia que no logro ver el fondo de la piscina, como tampoco puedo ver el tuyo. Intento desatender las figuras que se forman sobre el agua y que me acompañan porque me recuerdan la dureza de tu cuerpo; sin embargo, flotan igual que lo hacemos cuando estamos juntos. Se mueven y se mimetizan creando entes que pertenecen a dos mundos. Eso mismo nos pasa a nosotros: pertenecemos, juntos, a un mismo espacio, pero nos reclaman de otro.
Hoy me levanté creyendo que es mejor no hablarte más. Mantendré la promesa que internamente me hice y no voltearé la cabeza para verte. Intento convencerme que de esta forma pagarás por lo que me hiciste anoche. Aunque no te vea, sé que tienes la mirada clavada en mí; intento ignorar la sensación punzante en la nuca y pensar que no me tienes atado. Mejor miro a lo lejos, con la mente en blanco, de manera limpia y adormecida, como cuando el viento está libre del eco de tu voz. Soy más grande que tú, pero aún así anulas mi cabeza y la dejas endeble como el papel, aunque mi corazón intente seguir intacto. Las dos copas de anoche también lo están: intocadas. Quedaron servidas sobre la mesa, al igual que la toalla de rayas se quedó sin tocar, sin arrugas, como mi piel y la tuya. El pasto es tan superficial como cuando no estamos juntos; es plano y monótono: es aburrido.
Si pudiera dejar el orgullo, sacaría la mano del agua y te tocaría la piel; pero mejor me quedo quieto. Debo controlar mis impulsos e intentar dormitar sobre esta colchoneta azul que me lleva, como un trampolín, a ese lugar desconocido —pero que anhelo— para lograr olvidar.
II.
Sigo sin entender qué te molestó anoche; no sé si fue algo que dije o que dejé de decir, pero acá te espero, acostado sobre una colchoneta verde que pierde aire poco a poco, mirando el color de tu espalda que contrasta con el de las nalgas y con el de la nuca, y que jamás me cansaré de admirar, mientras sueño que dejarás tu orgullo y te voltearás a mirarme, y nos tomaremos el vino que, aunque trasnochado y a salvo — prefiero verlo de esta forma en vez de intocado—, será nuestra reconciliación, y así tal vez lleguemos a ver florecidos los árboles que un día sembramos juntos.
Hockney, D. 1965. California. Acrílico sobre lienzo. Colección privada.
