asaadsaldarriaga
Las flores
Mi hermana Camila, seis años menor que yo, fue al supermercado el jueves a intentar comprar las flores, y por dos minutos, exactamente por dos minutos, no lo logró. Al pisar fuerte y acercarse a las puertas automáticas de cristal del local, no tuvo suerte: no se abrieron. Levantó la cabeza y vio el letrero de Closed colgado justo a la altura de la nariz —el que ella hubiera querido no haber visto, o tal vez más que eso, que hubiera querido que la noche se llevara volando—. A pesar de entender el significado del letrero, suplicó que la dejaran entrar. Necesitaba unas flores con urgencia. Mientras le explicaba a la mujer encargada, también parada afuera, las razones de su inevitable necesidad de comprar unas flores, creyó que la excusa que le daba la conmovería. Sin embargo, fue evidente que no logró sacudir su empatía cuando la mujer le respondió de forma cortante y en inglés: “Vuelva mañana. Está cerrado”. Cami sintió una impotencia que cobraba fuerza a medida que aumentaba el vacío de estar parada a las 9:02 de la noche, sin suerte —sin flores— y sola. El vacío dentro de ella se expandía al verse rogarle a una mujer desconocida, aparentemente todopoderosa, que definía el éxito de su búsqueda, pero que era ajena a su existencia. Nada de esto hubiera ocurrido, primero, si hubiera organizado mejor los tiempos de su día —por dos minutos—, y, segundo, si no hubiera tomado la decisión a la que se enfrentaría a las 11:30 de la mañana siguiente: casarse. Afortunadamente, no consideró ninguno de estos dos escenarios porque ni se los imaginó, especialmente el segundo.
Esa misma noche yo dormí con la cabeza cargada y contradictoriamente inerte. Tener las flores en mente me generó una pesadez que se extendía hasta el cuello y lo dejaba inmóvil con dificultad para girar. La búsqueda fallida de las flores de Cami no me dejó dormir como acostumbro a hacerlo. Usualmente, suelo dormir con tal profundidad que ni siquiera el timbre del despertador combinado con los gritos de mi hija pueden acabar con mi anhelada soledad inconsciente. Así que para asegurarme de que Cami tuviera las flores listas esa mañana, lo primero que hice el viernes al despertarme fue enviarle un mensaje de texto. Lo envié aún acostada en la cama, medio dormida e intentando adivinar la posición de las letras en el teclado. Me cercioré de que fuera mi hermana quien lo recibiera y no alguna de las otras cuatro “Camila” que tengo entre mis contactos.
Ocho minutos después de enviar el texto, Cami me confirmó con otro texto (complementado con una foto), que estaba saliendo del supermercado y que iba camino a su casa con las flores. La sombrilla que la acompañaba —en la foto— me sugirió que estaba lloviendo. Llevaba las flores en una bolsa plástica con un letrero rojo impreso, en donde se descubría la palabra Safeway (el nombre del supermercado era una buena señal, o así quise verlo). Me dijo que sólo había encontrado claveles y astromelias. Como aborrece los claveles, no le quedó otra opción, y aunque no eran sus favoritas, compró astromelias. “Algo es algo”, me escribió, “además, me gusta como las llaman acá: lirios de los incas”. Mi hermana no podía regresar a su casa con las manos vacías si a las 11:30 de la mañana quería ahuyentar a los espíritus, como señalaban las antiguas creencias.
Las astromelias eran color malva y violeta, creo, pues en las fotos nunca se sabe con seguridad el color. De lo que sí estoy segura es que las flores tenían alguna tonalidad morada. Es posible que este color tampoco esté en su lista de favoritos, pero no importó porque estos tiempos de pandemia no son como para darse el lujo de exigir ciertas cosas, y menos de escoger el color de una flor.
No sé si mi hermana, contradictoriamente, sentía algo de tristeza en el fondo, muy en el fondo, porque en teoría ese era un día de celebración, y por lo tanto estaba prohibido sentirse abatida. Era una ocasión que debería reflejar felicidad, tanto en la superficie, para que todos pudiéramos verla, como en la profundidad intangible, para que pudiéramos intuirla. El hecho de que la carencia de las flores ya estuviera solucionada era una preocupación menos y un alivio más. Era un consuelo en medio de la nueva normalidad a la que se enfrentaba; a la que nos enfrentábamos todos. Estábamos de fiesta, pero no precisamente reunidos en un club, sino cada uno en su casa. Estábamos vestidos elegantemente, pero sólo de la cintura hacia arriba; algunos inclusive sin zapatos y con una copa en la mano. Nos mirábamos de frente —pixelados— viendo cómo ella sostenía su ramo.
Cami finalmente podría lucir sus flores. Si no podía lucirlas rodeada de familia y amigos en la corte de Washington D.C., por lo menos lo haría acompañada, en la distancia, a través de una pantalla. El ramo era indispensable para la ceremonia. Tenía que estar presente pues era un símbolo común entre dos mundos: el que soñó (la ceremonia presencial) y no llegó por la pandemia, y el que le tocó (la ceremonia virtual), pero jamás imaginó. Un puente resbaladizo entre la celebración que había querido tener y no tuvo; entre la fiesta que imaginó y se desvaneció. El ramo, tanto para ella como para mí, era el que le daba vida a un recuerdo que no llegó a existir, y que sólo vivió en su imaginación.
En fin, da igual lucir un ramo morado o blanco o rosado, que respectivamente signifique sinceridad o pureza o inocencia; lo importante es estar acompañada de la familia y de los amigos, pero nunca de malos espíritus. Con seguridad, es así como se sentía Cami cuando el juez, aparentemente también desde la sala de su casa, formalizaba una nueva unión entre su novio Carlos y ella, para convertirlos en marido y mujer. O si no, ¿para qué llevan las novias un ramo el día de su matrimonio? Espero que no sea sólo por pura decoración.