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Para mis hijos; para que aprendan que el jabón también existe en barra

Hace unos días, mientras mi segundo hijo salía de la ducha [de un hotel] me dijo [refiriéndose al jabón en barra que usaba por primera vez en su vida —a los ocho años—]: “Mamá, descubrí que hay que mojarlo antes de usarlo para que funcione, o sino no rueda en el cuerpo”.

 

“¡Se acabó el jabón! ¿Porfa me alcanzas uno?”: así le habría dicho mi padre a mi madre en voz alta y esforzada para que lograra atravesar el sonido del agua, al percatarse de que no quedaba ningún pedazo con qué enjabonarse, mientras se bañaba esa mañana que yo nací. Pero claro, no sucedió así porque mi padre no se encontraba en la casa con mi madre ese 23 de abril de 1981 cuando a ella le empezaron las contracciones. Mi padre estaba en un hotel en Cartagena (viajaba por trabajo) donde seguramente tenía en la ducha y a su plena disposición una barra de jabón que reposaba en su empaque, y que esperaba pacientemente para remplazar aquella que se extinguía. Mientras tanto, yo continuaba reposando —también pacientemente— en el útero, y esperaba el momento adecuado para remplazar el título (de mi madre) de “esposa de...” o de simplemente “mujer”, por el de “madre de Escandra. Escandra iba a ser mi nombre (en honor a mi abuela paterna), pero al final no fue.

Esa mañana, en el baño del hotel, mi padre abrió sólo por un lado, y en este caso sin la necesidad de pedirle ayuda a mi madre, la caja blanca donde reposaba un jabón nuevo. De la misma forma, desde una sala de partos de la Clínica del Country en Bogotá, un médico abrió sólo por un lado el vientre de mi madre —donde yo también reposaba virgen—, acompañado por el eco de los gritos de la paciente, antes de ser apaciguados por la epidural. Finalmente, tanto el jabón como yo dejamos atrás el reposo, más no la pureza, y nos encontramos en las manos expectantes de mi padre y en las de mi madre, respectivamente, ya listos —jabón blanco y bebé morena— para salir al mundo después de tanta espera.

Nacimos contramarcados: el jabón, con cuatro letras impresas por el fabricante, y yo, con las ocho del que iba a ser mi nombre; la marca nos señalaba aquello a lo que estábamos destinados. A diferencia del jabón, al que con el desgaste y el paso del tiempo se le desleía la marca, a mi cuerpo se le arraigaba cada vez más mi nombre a medida que cogía fuerza. La barra de jabón disminuía de tamaño poco a poco, mientras el de mi cuerpo aumentaba. El agua hacía que el jabón perdiera su volumen y lo acercaba cada vez más a su fin; por el contrario, a mí el agua me recordaba que estaba viva y que aún no me extinguía. Nos movíamos en direcciones opuestas: entre más grande era mi mano, más pequeña era la barra que ésta atrapaba.

Diferentes reacciones químicas sucedían día a día. Por ejemplo, el jabón nació como resultado de la unión entre el hidróxido de sodio y un aceite vegetal. Para mí, los procesos químicos, además de permitirme respirar, me ayudaron a formar el carácter. A los diecinueve años, una reacción química de mi cerebro con cómplices como la adrenalina, la serotonina, la dopamina y la oxitocina, me llevaron a enamorarme por primera vez (antes, había tenido un par de novios, pero no creo haber llegado a un sentimiento muy profundo). Mi primer amor terminó en desamor. A pocos meses de cumplir veinte años, sin novio pero con la fiel compañía del jabón, decidí abandonar el pregrado en Artes Visuales en Bogotá e irme a estudiar a Boston; intentaba olvidar. Olvidé también llevar jabón en la maleta; estaba segura de que allá encontraría nuevas posibilidades de enamorarme.

El paso del tiempo en Boston estaba marcado estrictamente por las estaciones, así como lo hacía la relación de mi piel con el jabón. En verano, me daba la impresión de que el jabón se derretía al contacto con la piel ardiente y creaba una barra más blanda y accesible; lo mismo ocurría con mis amigos en esa época: me sentía constantemente acompañada de gente cálida y tolerante. En otoño, la luz y el calor iban desapareciendo, la blancura del jabón iba perdiendo también su luminosidad, y mis amigos poco a poco iban despojándose de su brillo para prepararse de la llegada de la nieve. En invierno, la piel se deshidrataba y el jabón se sentía más áspero. Durante los días álgidos, la naturaleza de la barra era esquiva y se me resbalaba de las manos, como la gente. La piel rechazaba el jabón por más de que intentara fundirse con ella. Lo mismo me pasaba con los "pretendientes" (como diría mi abuela Escandra): en invierno quería estar sola. Para mí, el frío invitaba a la soledad. Cuando empezaba la primavera, el jabón se volvía más afable. El olfato se despertaba y era capaz de percibir muchos más olores, sobre todo los agradables. Fue en la primavera del 2008, aún viviendo en Boston, y mientras terminaba la Maestría en Educación, cuando me enamoré de un español con el que tengo tres hijos. Nos casamos y nos fuimos a vivir a Madrid. En ese momento, mi mano ya había dejado de crecer y empezaba a perder poder, mientras, el jabón también lo hacía a medida que reducía su presencia. Estación tras estación, nacía una barra nueva al tiempo que resurgía mi carácter. Volvíamos a empezar. Estrenaba jabón y se acentuaba mi forma de ser.

Después de cuarenta años vividos en cuatro ciudades diferentes, donde crecí, estudié y trabajé, y donde he tenido incontables relaciones —con jabones y con personas—, descubrí que aunque la barra acaricia y mima con supuesta fidelidad, hoy prefiero el contacto más distante y más práctico que me da el jabón líquido, aunque éste roce la infidelidad. La barra se delata por su pasado y se impregna de las impurezas de quien la usa; yo no quiero eso para mi cuerpo —ni tampoco para mi alma—. Quiero una relación efímera, que no sea en barra, sino líquida.

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