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Pecar en un lugar sagrado


Es el momento perfecto para desaparecer: no hay moros en la costa. Entro precipitadamente, pero con sigilo, y cierro la puerta. Me encuentro en un espacio reducido que sólo ofrece una posibilidad de recorrido. Tengo que pensar con claridad —no tengo mucho tiempo— y decidir rápidamente dónde esconderme. Siento una imperiosa necesidad de hacerlo.

Me oculto, sentada en el suelo y en posición fetal, a la derecha del inodoro, el que uso como muralla. Intento mimetizarme con esa porcelana blanca empotrada, para no exponer ningún trozo de piel. Espero que desde el otro lado de la muralla no me vean y que no se delate ningún ápice de mi cuerpo. No me puedo arriesgar a exhibir mi carne ante los ojos de aquellos con los que convivo: mis hijos.

Sigo oculta —así lo supongo—, y sentada en la misma posición. Intento no moverme, como si fuera un fósil a punto de ser descubierto. La parte alta de mi espalda topa con un objeto blando. Me encojo todavía más para separar la espina dorsal de ese rollo de papel higiénico. No me voy a rendir ante esa pequeña incomodidad, y menos tolerar que arruine este momento tan anhelado.

El espacio, así como yo, mantiene un silencio cargado. Disfruto con nerviosismo el alivio que encuentro en la mudez. Me siento segura y a salvo, a pesar de que me invade la sensación de estar prófuga y de ser perseguida. Ha llegado el momento —marcado por el mutismo y la quietud— de sacar el tesoro que tengo en el bolsillo. Lo huelo sin dejar espacio entre él y la nariz, mientras lo acaparo entre las dos manos con el mismo cuidado que requiere un bebé recién nacido. Imagino cómo se expanden mis pulmones cuando absorbo su esencia. Fantaseo cómo saboreo su aroma que, para mí, es adictivo. Sigo insatisfecha —necesito más—, así que rasgo desde la parte superior el papel que lo cubre. Lo hago poco a poco, intentando hacer el menor ruido posible, y descubro con mimo completamente la barra. Está desnuda. Es de piel dura, pero de huesos complacientes y de carne de caramelo. ¿Es como yo?: ¿cabeza caliente y sangre fría?, o al revés…

Me deshago del envoltorio para hacer que desaparezca la evidencia: lo meto con cautela en mi bolsillo. Abro la boca en cámara lenta. Observo la barra. La parsimonia es el efecto de la mezcla entre agitación e incredulidad, y una chispa de valentía que tengo en este momento. A menos de un milímetro de que mis dientes toquen esa vía láctea llamada Milky Way, subo la cabeza y noto que la puerta, de la que tenía la certeza que estaba con seguro, se abre al tiempo que oigo las voces infantiles —que reconozco y tanto conozco— chillar con una discordante distorsión: “¡Mamááááááá!, ¿qué haces? ¡Llevamos mil horas buscándote!”. Así que les contesto aún sentada detrás de la muralla: “¡Yo sé!, lo siento”, y confieso mi pecado mentalmente mientras me excuso otorgándome la absolución al amparo de mi naturaleza de madre: el aire en el baño es el único que no había sido invadido por sus voces, y mi cabeza exigía su vicio: amasijo de silencio y chocolate. Era pecar o perder la cordura.

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