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Un premio

No recuerdo qué número dije, o si fue un color o un animal lo que me llevó al triunfo, pero lo cierto es que ese domingo comprobé, por primera y única vez, qué se sentía al ser la ganadora de una rifa. Recuerdo con claridad la cara de mi madre —una combinación extraña entre inexpresividad y asombro— cuando llegó a recogerme a la fiesta infantil y vio que yo sostenía celosamente entre las manos una caja de cartón, del tamaño de una de clínex, con pequeñas ventanas en casi todas las caras. A pesar del pasmo de mi madre, nada impidió que la emoción siguiera acompañándome, y que me sintiera la niña más afortunada del planeta. La exaltación se me notaba en el calentamiento de las mejillas y la sonrisa ingenua, pero estática, que no se me quitaba. La alegría recorría mi cuerpo como un líquido efervescente que desprendía burbujas que no paraban de bailar. Ganarme esa rifa fue más emocionante que si mi amor platónico, a los siete años, me hubiera invitado al parque con él.

Cuando llegamos a casa, bajé la caja del carro con el cuidado que cualquier tesoro custodiado requiere. La abrí meticulosamente mientras se asomaban dos patas que sostenían unas pequeñas bolas amarillas. “¿Y ahora a dónde vamos a poner a dormir al pollito?”, dijo mi madre. Yo propuse que durmiera en mi cama; no concebía que no durmiera a mi lado.

Al día siguiente, mientras estábamos en el paradero esperando el bus del colegio, mi madre me dijo: “Vete tranquila, no te preocupes que yo te lo cuido”, y me dio un beso justo antes de subirme al bus. Volvió a casa para cumplir con su promesa, pero encontró al pollo acostado boca arriba con una pata alzada. Con el pecho oprimido llamó a mi abuela mientras intentaba buscar una solución: “¡El pollito estiró la pata! —literal—, ¿qué voy a hacer?”. Ella le contestó que no se preocupara, que seguro mi tía, la que trabajaba en el centro de la ciudad, podría conseguir otro pollo ahí donde vendían conejos, peces, hamsters… y que yo nunca me daría cuenta de que aquellas plumas amarillas que ella traería no eran las mismas que me había ganado en la rifa el día anterior.

Las horas en el colegio pasaron lentas, mientras imaginaba, sentada en el pupitre y en la arenera, que el pollito recorría mi habitación, jugaba con mis Barbies y se revolcaba entre mis sábanas. Sin embargo, por la tarde cuando llegué a casa, comprobé que él no estaba en ninguno de esos lugares donde la fantasía me había transportado. “Está en donde tu abuelita Escandra. Me llamó y me dijo que se comió todo el quibbe y el tabule que le dio de almuerzo. Pero no te preocupes que tu tía lo trae más tarde”, me aseguró mi madre.

Por la noche, frente a mi casa, mi tía se bajó del taxi mientras luchaba por evitar que se le escapara de las manos una gallina manchada, lánguida y desplumada; una gallina blanca.

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