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Los otros

Agarramos con firmeza los conos de helado —el tuyo de menta y el mío de café (que equivocadamente pensaste que era mi sabor favorito)— y llegamos donde sería nuestro punto de partida: al pie de la montaña. Milagrosamente, los helados están intactos, como si el tiempo se hubiera detenido para ellos, pero no para nosotros; sólo empiezan a derretirse al dar el primer paso cuesta arriba. Caminamos, intentando ascender, mientras evitamos que las primeras gotas de helado se resbalen fuera de tu boca y de la mía. “Me encanta el movimiento de tu lengua, César, sí que eres un experto”, me dices con una mirada pícara y distraída, mientras te ríes como si recordaras algo. Te recuerdo que me llamo Bernardo y no César. (Uno de los juegos favoritos de Ana y su amante César, apasionado del helado de café, era sacar la lengua y tocarse la nariz. Así podían pasar horas y horas. Claro, eso era lo que hacían durante el día. De noche, metidos en la cama, preferían otros juegos más eróticos con la lengua). Caminamos, caminamos, lamemos, hablamos, chupamos, paramos, no hablamos, te cojo la mano, relamemos, respiramos, me sueltas la mano, hablamos y seguimos escalando la montaña. Con la mano derecha sacas el celular de tu cartera gris de piel, que cruzada te luce como ninguna. Asumo que lo sentiste vibrar al nivel de tu cadera. Con la otra mano me haces señas para que me adelante y siga caminando solo. Veo cómo tecleas un mensaje que prefiero no adivinar en mi cabeza: máximo diez palabras cortas. Continúo subiendo la montaña para asegurarme que te doy el espacio que pides. Después guardas el teléfono en la cartera terciada hacia la izquierda, escalas unos veinte pasos, como mucho, y me alcanzas. Continuamos caminando juntos, en silencio, a medida que descubrimos la cima. (Ana sintió vibrar su celular e inmediatamente lo sacó de la cartera que le había regalado su esposo Gustavo. Mientras lo sacaba, le hacía señas con la mano a Bernardo para insinuarle que se adelantara en el camino. Tenía un mensaje nuevo: era de su novio Fernando, que la esperaba en casa. Su novio le decía que contaba los minutos para verla. Ella, sin pensarlo mucho ni darle vueltas, le escribió que seguía de guardia en el hospital, por lo que tendría que verlo al día siguiente; quedaron en desayunar juntos). Permanecemos, en silencio, algunos minutos en el pico de la montaña, mientras contemplamos la ladera que dejamos atrás. De repente, con un movimiento rápido y escondiendo cierto nerviosismo, metes nuevamente la mano en la cartera y sacas otra vez el teléfono. Esta vez, eres tú quien te alejas y no yo. Veo cómo tu figura da unos pasos hacia abajo, como borrando el camino recorrido por lo dos. No alcanzo a oír lo que dices, ni a ver la expresión con la que lo haces, solo sé que escondes algo. (Como si pudiera predecir el futuro, Ana sospechó que su celular sonaría y, antes de sentirlo vibrar o de oír la canción que tenía predeterminada como timbre de llamadas, lo sacó rápidamente de la cartera. La pantalla del teléfono anunciaba que “Enrique” la estaba llamando. Él había llegado a Bogotá de sorpresa al lograr terminar su proyecto en El Cerrejón antes de lo planeado, y le tenía un regalo. Ana se moría de ganas por saber qué era, pero le dijo que solo podrían verse al día siguiente después de las dos de la tarde, ya que debía desayunar con su mamá con quien tenía un compromiso previo). Me siento a esperar que regreses intentando no pensar con quién hablas o qué le dices. Cuando te volteas, dejo de ver tu espalda para ver tu cara a lo lejos. Sin quitarme la mirada, guardas tu celular, mientras te diriges hacia mí. Tu mano permanece adentro de la cartera como si estuviera buscando algo. Me alcanzas y me das un regalo, que sacas del desorden que intuía que escondías en tu cartera, y del que tu mano intentaba escapar. Me entregas algo en un envoltorio verde. Su contenido es bastante predecible por su forma. Nos sentamos en silencio uno al lado del otro. Empieza a atardecer... es un día mágico: sorprendentemente, aún hay suficiente luz natural hasta para leer. (Diego le propuso a Ana hace unos meses, aunque vivieran en diferentes continentes, que leyeran simultáneamente en el iPad Rules of Civility —fue así como ella descubrió al novelista Amor Towles—. La idea de estar conectados por la lectura le pareció apasionante. Después de terminar de leer el libro juntos, aún estando en lugares distintos y muy lejanos, quedó satisfecha, aunque sintió que le faltaba algo. Entonces, fue a la librería a comprarlo, y sin pedirlo, se lo empacaron en un papel de regalo verde y lo guardó en su cartera). Abro el regalo. Como lo entreveía por la forma, sin mayor sorpresa descubro que es un libro. Me dices: “Esta vez quiero que lo tengas con páginas de papel. Y no de esas que aparecen mágicamente con el movimiento del dedo sobre una pantalla, sino de las páginas que suenan y que rozan. Un libro que puedas tocar y recorrer, no solo en la cabeza, sino con las manos. Que lo puedas sentir de otra forma. Que lo leamos juntos y sin distancia. Que literal y físicamente, nos permita estar en la misma página mientras lo leemos. Que nuestras manos coincidan sobre la misma letra, una única letra. Es un libro que ya has leído, y que ya hemos leído juntos. Esa primera y única recomendación que me hiciste…” Después de un minuto de silencio, intento asimilar tu discurso pero continúo enmarañado. No tengo claro de qué hablas: no he visto ese libro en mi vida, y el autor no me suena de nada. Hasta donde me acuerdo nunca le he recomendado un libro a nadie. Ya no estamos sentados de lado; tú estás delante mío, sentada y dándome la espalda. El libro está en frente de ti, pero sostenido por mis manos. Estamos sentados con la distancia suficiente para que yo alcance a olerte el pelo. Leemos un rato del mismo libro. No lo leemos desde el principio, sino abro una página al azar y lees en voz alta: “I know that right choices by definition are the means by which life crystallizes loss.” Disfruto el momento por más que la historia detrás del regalo me confunda. Veo la hora en tu muñeca, la que me recuerda que este día no es eterno y acabará pronto. Me encanta cómo el reloj y tu muñeca funcionan juntos y comparten un mismo espacio con tensión pero sin lucha; se complementan sin asfixiarse. Empieza a anochecer así que decidimos comenzar a bajar la montaña. Te quedas mirando mis zapatos fijamente. “Creo que ya es hora de comprar unos tenis nuevos… esos te los regalé en tu cumpleaños… hace como dos años, y se ven muy desgastados”, me dices. ¡Qué extraño¡ No recuerdo que Ana me haya dado alguna vez un regalo así. De lo que sí estoy seguro es que estos Adidas me los regaló mi mamá, lo pienso justo antes de llegar de vuelta a la base de la montaña. (Ana amaba la literatura, y por ende las palabras, y por ende el abecedario. Así le costara su vida entera y su memoria, no descansaría hasta tener veintisiete hombres a su lado, uno por cada letra: de la A a la Z ; sentía que debía fidelidad a todas ellas).

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